Redes sociales censoras.

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Twitter continúa manteniendo su estatus como una popular plataforma de redes sociales. Se ha convertido en un portal de noticias y también de tendencias.  El año pasado 2020 poseía unos 330 millones de usuarios activos mensuales y 500 millones de tweets publicados cada día. Además, el 23% de la población de Internet están en esta red. Solo 50 millones de esos 330 millones de MAU se encuentran en los Estados Unidos, mientras que 290 millones (88 %) son internacionales.  Hay un total de 1.3 billones de cuentas de Twitter.

Lo anterior lleva a señalar que Internet, y en particular las redes sociales como Twitter, se han convertido en espacios donde se conforma la opinión pública y a través de las cuales los ciudadanos ejercen su libertad de expresión. Como ha reconocido la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, las redes sociales quizás sean “el mecanismo más poderoso del que disponen los ciudadanos para hacer oír sus voces”, de tal manera que el acceso a esas herramientas digitales de la comunicación, que constituyen el más amplio foro democrático, tiene una indudable relevancia para la libertad de expresión Así se hizo ver en la sentencia de Packingham v. North Carolina, del 19 de junio de 2017. Ahora bien, ¿cómo conseguir que estos foros sean espacios auténticamente plurales y, al mismo tiempo, que no se conviertan en escenarios virtuales contaminados por mensajes de odio, fake news y mentiras mil veces repetidas?

La controversia sobre este tema ha tomado auge recientemente, en un comienzo en el escenario político y público de España. Primero, porque en el Congreso de los Diputados, la propuesta del Grupo Parlamentario de Unidas Podemos, se ha aprobado una proposición no de ley sobre propagación de odio en el espacio digital. En ella se insta al Gobierno, entre otras cuestiones, para que simplifique los mecanismos para denunciar contenidos en redes sociales de discurso del odio, obligando a los operadores a que en un máximo de 24 horas eliminen contenidos que inciten al odio o a la violencia, y a que aumente la colaboración entre las autoridades fiscales y policiales con los operadores. En esta discusión parlamentaria se ha aducido la experiencia ocurridas en Alemania y Francia. En el caso del primero, en 2018 aprobaron una ley específica para evitar la difamación online, mientras que Francia aprobó en 2019 una ley similar con el objetivo de penalizar «mensajes que puedan contener incitación al odio, discriminación racial, religiosa u homofóbica, así como la apología de la violencia, el terrorismo, o el acoso online».

La Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia, impulsada en el pasado por el gobierno en disputa de Nicolás Maduro en Venezuela, para supuestamente contrarrestar acciones de este tipo de parte de opositores, medios y redes sociales, ha cobrado vigencia en los últimos tiempos, en la medida en que se agrava la crisis y aumentan las presiones de Estados Unidos y el mundo, con el objetivo de impulsar un cambio hacia la democracia en esa nación. La legislación otorga responsabilidad a las personas jurídicas que administran redes sociales y medios electrónicos por el cumplimiento de la ley y para evitar la difusión de mensajes que promuevan “la guerra o inciten al odio nacional, racial, étnico (…) o de cualquier otra naturaleza que constituya incitación a la discriminación, la intolerancia o la violencia”. En el caso de las redes sociales, quien incumpla la ley, la respectiva persona jurídica será multada y se “dará lugar al bloqueo de los portales”.

Pero es en estos días de agitación electoral norteamericana, cuando el debate ha encendido la polémica y posiciones férreas de un lado u otro.  Donald Trump ha entendido mejor que nadie las posibilidades de la hermosa restricción que impone el límite de caracteres en Twitter, de cara a elaborar una continua narrativa de su acción política, con impacto directo en la opinión pública y de proyección viral. La realidad es que millones de usuarios, a través del retweet y de la indexación de sus comentarios, han venido cooperando, antes de la suspensión permanente de la cuenta del candidato y ocupante de la Casa Blanca, sin tregua en la difusión de su retórica presidencial. En Twitter bien puede afirmarse que Trump ha sido el gran amo, de la misma forma que lo fuera en su día Obama en Facebook, JFK en la televisión o Roosevelt a través de la radio. No en vano, en el top ten, llegó a estar con 88 millones de seguidores de @realDonaldTrump y los 35 millones de suscriptores en Facebook, quienes de pronto no pudieron encontrar sus comentarios, a veces peligrosos y también racistas, en esas plataformas.

Ahora bien, un Tribunal Federal de Apelación a mediados del 2020, confirmó la decisión de una jueza neoyorkina que determinó que la discrecionalidad del presidente en este dominio no era absoluta, y, en concreto, que la libertad de expresión que consagra la Primera Enmienda de la Constitución le vedaba la posibilidad de bloquear a otros usuarios como consecuencia de las opiniones críticas de éstos. En definitiva, @realDonaldTrump no podía elegir seguidores en función de la ideología de los mismos.  Pero como toda moneda tiene dos caras, ahora le aplicaron una dosis fuerte de su propia medicina. El presidente ha sido silenciado. Donald Trump usó sus cuentas como un arma contra sus críticos. Y la notitia criminis de los sucesos del Capitolio lo envió al foso del silencio digital. Claro, si uno quiere libertad de expresión, tiene que soportar la libertad de expresión de los demás.

No olvidemos que estas redes sociales son una herramienta importante para la expresión de opiniones, especialmente en países con una libertad de prensa limitada. Sin embargo, que unos pocos jefes de grupos empresarios, que solo son responsables ante sus accionistas y dominan los mercados, utilicen su poder para decidir acerca del discurso social y de la libertad de expresión, no tiene nada que ver con la pluralidad. Es hora de tomar en serio este poder de facto que tienen Facebook, Twitter y también de los motores de búsqueda como Google.

Posiblemente se necesite mejorar la regulación para menos dominio del mercado y más responsabilidad de los operadores de dichas plataformas digitales.

Sin lugar a dudas, propender a que la opinión pública se desenvuelva en un espacio limpio, donde fluya información veraz y opiniones sólidas, bien argumentadas, un lugar libre de insultos, de mentiras y de oscuras ocurrencias, es un desiderátum con el que todos podríamos comulgar. Qué duda cabe que, con una opinión pública así construida, se puede enriquecer una mejor democracia. Ahora bien, ante una realidad que evidencia cómo aquellos espacios donde se ejerce la libertad de expresión terminan contaminados por muchos mensajes “basura”, la clave está en a quién corresponde limpiar el mismo y qué mensajes pueden ser proscritos. Y es aquí, precisamente, donde, en primer plano, las iniciativas políticas legislativas, como las mencionadas, parten de un presupuesto muy espinoso, tal vez antiliberal y, al mismo tiempo, poco democrático: nada menos que corresponde al Gobierno o a las instituciones públicas asegurar la limpieza de Internet y garantizar el acceso a una información veraz.

Una adecuada comprensión de la democracia exige que sea un juez, de acuerdo con la Ley, quien decida si un mensaje es ilícito y ordene su retirada; y si se trata de contenidos lícitos, pero nocivos o tóxicos para la democracia, hay que recobrar la confianza liberal en el libre mercado de las ideas. Es decir, lo ideal es confiar en que una ciudadanía crítica, apoyada por un periodismo robusto, serán capaces de hacer que la verdad y la razón se impongan. Como mucho, las tecnologías actuales sí que pudieran demandar una colaboración público-privada para intervenir allí donde se ha demostrado que el libre mercado puede verse distorsionado por la actuación de robots y algoritmos. Lo cual puede exigir que se regulen sistemas de alerta ante campañas automatizadas y que se contemplen mecanismos para prevenir que el diseño de la propia arquitectura de las redes sociales pueda actuar como caja de resonancia de mensajes tóxicos o nocivos.

En segundo plano, una tarea pendiente es definir jurídico-constitucionalmente cuál es la posición de las redes sociales y de los operadores de Internet, y cómo se pueden proyectar sobre ellos la libertad de expresión y las exigencias que derivan del principio del pluralismo: ¿las redes sociales pueden actuar con el poder censor de un editor de un periódico o les es exigible que respeten la neutralidad y el pluralismo como si de un public forum se tratara? ¿Qué garantías y qué riesgos comporta la tendencia privatizadora donde se confía que sean las redes sociales y operadores privados los encargados de la limpieza de Internet, con el poder de bloquear o censurar aquello que estos entes consideren inapropiado, aunque pudiera ser un ejercicio lícito de la libertad de expresión?

Una primera argumentación es la originada con las decisiones judiciales del 2020, a raíz del comportamiento del propio Donal Trump en contra de sus críticos. En aquel momento, los tribunales consideraron que esta cuenta de Twitter es lo que en derecho norteamericano se conoce como un “foro público artificial”. Es decir, un lugar habilitado o creado por el Estado, donde los ciudadanos pueden libremente manifestar sus opiniones o ideas, de forma análoga a como lo harían en foros públicos naturales como las calles o en las plazas: sin ningún límite en razón del contenido ideológico de las mismas.

La novedoso de esta jurisprudencia es que el concepto de “foro público” se extiende a un lugar que no es físico, Twitter, cuya titularidad no es pública, sino de una sociedad mercantil, y donde, además el ciudadano Donald Trump se dio de alta como @realDonaldTrump allá por año 2009, es decir, bastante antes de ser presidente, por lo que podría entenderse que se trata de un perfil particular, a diferencia de los otros dos que maneja desde su llegada a la Presidencia, @WhiteHouse y @POTUS; si bien con bastante menos éxito de público.

Para los jueces norteamericanos, sin embargo, no se trata de un perfil particular sino institucional. Esta conclusión es el producto de analizar la realidad, más que la norma, cuando se contrasta cuál es el verdadero uso que Trump le dio a ese perfil en la red social. Como es conocido, fue a través “@realDonaldTrump” (y no de los otros dos perfiles mencionados) como el Presidente comunicó ceses y nombramientos de altos cargos federales, acuerdos internacionales o decisiones políticas de especial trascendencia, y remató con su posición crítica y frontal ante los resultados de las elecciones presidenciales y su desconocimiento.

Los jueces también atendieron en aquella ocasión a la configuración tecnológica de Twitter y a la propia sociología de esta red social. Se trata de una red con características esencialmente interactivas, donde cada una de las entradas que un usuario realiza en su timeline puede generar un foro de discusión potencialmente ilimitado. Por este motivo, el Tribunal de Apelación confirmó que el bloqueo que en ese entonces llevó a cabo el presidente Trump de determinados usuarios de Twitter por la orientación crítica de sus comentarios no puede considerarse una regulación neutral desde el punto de vista ideológico, y que, en tanto supone una merma de las posibilidades de participación de estos usuarios en un foro público, ha de entenderse contrario a la Primera Enmienda. Cosa curiosa, hoy día, cuando su cuenta fue suspendida permanentemente, este criterio judicial ahora le puede ser útil a Trump para incoar una acción judicial en contra de la actitud censora de la red.

En cualquier caso, esta jurisprudencia suscita cuestiones jurídicas que van más allá de lo que se discute en el caso particular. Entre ellas, una fundamental es analizar si el Twitter de Trump habría de considerarse un foro público, por qué no extendemos este razonamiento a la propia red social. Es decir, si una institución o autoridad pública cuando es usuaria de la red social está sometida a la Primera Enmienda en sus quehaceres interactivos, por qué no exigir a la propia red que tome en consideración las obligaciones constitucionales que impone el derecho a la libertad de expresión, ya que, en último término, es la propia red social la que se ha convertido en un foro público.

Es evidente que esto significaría debatir dos posiciones: una sería asumir que Twitter no es libre para poder llevar a cabo un control o escrutinio sobre los mensajes que se difunden a través este canal. La otra es llevar a la controversia el impacto significativo en la propia libertad de empresa y, especialmente, en relación a la auto-regulación que se quisiera llevar a cabo por parte de la red social para prevenir patologías en la formación de la opinión pública. He ahí el dilema. Es más que probable que éste u otros litigios similares. ya judicializados y dictaminados en sentido similar, terminen ante la Corte Suprema norteamericana, quien deberá confirmar o no esta interpretación de la Primera Enmienda, en su aplicación a las acciones de bloqueo de la red social.

Nos inclinamos a pensar que Twitter funciona como una suerte foro de foros, y algunos de esos subforos que lo integran sí pueden considerarse foros públicos. A este respecto, la relación jurídica entre Twitter, que es la plataforma que les da cabida, y estos foros creados dentro de ella por ciertas instituciones o autoridades públicas reviste, desde luego, una especial complejidad. En consecuencia, ante el hecho que Twitter cancele determinados perfiles institucionales por motivos puramente ideológicos, esa supresión de lo que no son sino foros o subforos públicos, afectaría no sólo a la institución o autoridad pública que los crea, maneja y controla, sino también a los usuarios que concurren en ellos, y ello difícilmente sería inmune a las exigencias de la Primera Enmienda. Si bien esta disposición constitucional protege a los ciudadanos frente a los poderes públicos y no rige en las relaciones entre particulares, habría que atender a la especial contribución de ciertas redes sociales en la construcción de la opinión pública, singularizando su estatus jurídico. La adecuada comprensión jurídica de la red como “nuevo y vasto foro democrático” no es, en cualquier caso, una cuestión pendiente de la democracia norteamericana, sino de cualquier democracia liberal del mundo.

El tema pica y se extiende con Trump, víctima o victimario, según el bando acusador o defensor, primer Presidente norteamericano sometido dos veces a juicio político en la Cámara de Representantes del Congreso, en cuyo segundo impeachment está imputado nada menos que por “incitación a la insurrección”, y a quien le restablecieron sus cuentas en Facebook e Instagram, porque los poderosos dueños de estas redes han medido los efectos de su censura en el valor de sus acciones.

Hay un vasto campo de estudio y acciones judiciales posibles en las dinámicas, controvertidas e inseguras actuaciones de las Big Tech. Lo que sí es cierto es que pocas veces en la historia de la humanidad un acontecimiento ha tenido tanto alcance global, como el peso y la influencia del “wonderful sense” de los 280 caracteres del lenguaje en Twitter, para sintetizar otra fuerza, tan natural como la esencia misma del ser humano: el poder de la palabra.

Este artículo fué redactado por una nueva incorporación a esta familia, a un grande, el Dr. Isaac Villamizar Abogado Constitucionalista quien es Profesor de Postgrado Comunicaciones en Marketing  en la UNET y quien asume nuevamente el reto del Derecho Privado despues de 25 años en la administración pública. 

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